Plan Progresar: otro subsidio falopa

Supongamos que te mudás a una casa que está bastante deteriorada: las paredes están rotas, se filtra el agua, tenés un toldo con agujeros, las tuberías oxidadas y los cables pelados. Lógicamente empezás a emparchar todo. Lo importante es que la cosa aguante; que la casa, que con tanto esfuerzo lograste comprar, no se te caiga encima mientras dormís. Parche aquí, parche allá, los primeros meses demostraste iniciativa, ingenio, practicidad, lograste contener el problema. Perfecto.
Ahora, ¿qué clase de manejo de su situación de vida puede presumir una persona que sostiene ese esquema durante 10 años? No hizo revoques, no cambió las tuberías ni los cables, no reemplazó el toldo, sigue viviendo en una casa llena de agujeros que para colmo cada vez son más. ¿Me seguís a dónde voy con esto?
Ayer Cristina Kirchner volvió con “buenas noticias” (razón por la que no hizo falta que Capitanich se tomara la molestia): se trata del plan Progresar, un subsidio de 600 pesos para jóvenes de entre 18 y 24 años que están o bien desocupados o percibiendo sueldos menores al salario mínimo (3.600 pesos). La iniciativa, según la Presidenta, busca incentivar a los jóvenes que abandonaron sus estudios a retomarlos, de modo tal que puedan aspirar a una mejor integración en el mercado laboral de acá a unos años. Las condiciones del plan exigen a los beneficiarios presentar certificados de alumnos regulares para cobrar el 20% del subsidio que sería retenido por la Anses (aunque no es de la Anses sino del Tesoro Nacional desde donde se financiará la medida que costará aproximadamente 11.200 millones de pesos). El 80% restante, sí, lo cobrarían todos los meses.
Argentina se parece cada vez más a una casa emparchada, solo que en este caso los inquilinos no acaban de llegar, más bien están por irse. El fervor kirchnerista de la llamada década ganada es lo único que se devalúa con más velocidad que el peso. El Gobierno lo sabe y, como manotazo de ahogado, busca reflotar sus grandes hits: los subsidios.
¿Qué es el plan Progresar? Un parche. Una leve medida de contención que aspira, como tantas cosas que hace este gobierno, a pequeñas refacciones superficiales en detrimento de los pronunciados y continuos daños de fondo sobre los que se mantiene absolutamente inoperante.
¿Cuáles son esos daños? La presidenta, a la que le encanta hablar del neoliberalismo como si se tratara de un monstruo mitológico degollado por Néstor en 2003, se refirió en su discurso de ayer a chicos que crecieron con padres desocupados y que no tienen inculcada la cultura del trabajo. Es difícil imaginar qué clase de “cultura del trabajo” se puede inculcar a través de los subsidios que percibirán muchos chicos que actualmente no trabajan. O qué clase de “presencia del Estado” (para seguir parafraseando a Cristina) supone la de aportar dinero del Tesoro a los magros salarios del empleo informal que tienen varios de estos jóvenes. Para terminar con el trabajo informal no existe iniciativa alguna que puedan celebrar ni oficialistas ni opositores.
Es un mito que los problemas del desempleo y del trabajo precario son consecuencia directa de la deserción y la interrupción educativa en tanto se mantengan como están las tres variables fundamentales del problema: 1) el actual mercado laboral (en el que cualquier cierre de paritarias por debajo del 35% de aumento, con la devaluación actual, es un ajuste salarial),  2) el actual sistema educativo y 3) las condiciones de segregación social de las cuales venimos hablando largo y tendido en esta columna semanal. Esos ejes son, para retomar la metáfora del principio de esta nota, las paredes que hay que revocar y las tuberías que hay que cambiar. Sin parches, sin medidas transitorias que encubren con cada vez menos disimulo intencionalidades populistas.
Se nos cae la casa muchachos. Hay que empezar a hacer arreglos de una vez por todas.
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Las villas, los cárteles y el Estado

No se sabe bien cuántos cárteles operan de momento en la Ciudad de Buenos Aires. Algunos dicen que son cuatro. Podrían ser más, podrían ser menos. Lo que sí se sabe es que desde mediados de la década pasada para acá, la composición y la dinámica de los grupos delictivos en la ciudad variaron mucho con la llegada de los peruanos, que están mayormente asentados en la 1-11-14 del Bajo Flores y en partes de la villa 31. Su comportamiento criminal difiere del de los cárteles de bolivianos y paraguayos, de más larga data en Buenos Aires. Tienen otros códigos de conducta: mientras que bolivianos y paraguayos se enfrentan sólo con miembros de sus cárteles enemigos, los peruanos se meten también con sus familiares y conocidos. Todos son delincuentes, desde luego, pero esta diferencia es importante porque acrecienta el clima de violencia ya de por sí bastante pronunciado que existe en las villas y que se volvió más que evidente el 7 de septiembre del año pasado con la muerte de Kevin Molina, de 9 años, en Villa Zabaleta, durante un tiroteo entre narcos.
¿Qué hace el Estado al respecto? Las “irregularidades” en el Sedronar denunciadas por el nuevo titular, el padre Juan Carlos Molina, dejan ver un precedente de negligencia sobre el cual el Gobierno ha decidido desentenderse. Con bastante descaro, Jorge Capitanich (personaje al cual tuvimos que aceptar como la voz de la presidenta, cada vez más callada) habla de las denuncias realizadas por Molina como si fuesen un logro. ¿Es que recién ahora el Estado acaba de llegar al Sedronar? No menos descarada es su reciente declaración de que la seguridad es competencia de las provincias, como si el mapa del narcotráfico no fuese transversal a muchas jurisdicciones ni requiriese un trabajo en conjunto y planificado de nuestras fuerzas de seguridad, como si no fuese un problema de carácter federal. En vez de eso, el Gobierno cree que hace suficiente ubicando a la gendarmería en la zona sur de Capital. Ciertamente esto puede contener el clima de violencia momentáneamente, pero ¿cuál es el plan?
Soluciones momentáneas para problemas que ya deberían haber agotado su tiempo. Ni el Gobierno nacional, ni el Gobierno de la Ciudad, ni mucho menos el Gobierno de la Provincia parecen tener ánimo de conducir un plan en conjunto que pueda reducir a los grupos delictivos y pacificar las zonas de conflicto. Cada tanto leemos sobre el desmantelamiento de alguna banda de narcos, como ocurrió en 2009 con la captura de tres narcos peruanos en la 1-11-14. Esas bandas se van y, si no vuelven, son reemplazadas por otras.
La necesidad de recuperar el territorio es cada vez más imperante y demanda un trabajo posterior a la reducción de los grupos delictivos que requiere de la presencia policial continua. Una vez que sacamos a los narcos de las villas hay que evitar que vuelvan y al mismo tiempo hay que darle a la comunidad motivos para que no los extrañen. No olvidemos que, donde no hay Estado presente, son estos grupos los que hacen de “intendentes de facto”, los que proveen servicios, seguridad y resolución de conflictos (ya lo dijimos, las villas son el reinado de lo irónico). Lo que se impone ahora como prioridad es sacarlos de las villas y mejorar en ellas las condiciones de vida precaria y de informalidad que son un imán para el crimen organizado.
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Villas y especulación inmobiliara (parte VII)

Hace rato que en la Ciudad de Buenos Aires la pobreza viene siendo un gran negocio. Ironías que abundan en las villas miseria y hacen que el problema sea cada vez más complejo y difícil de resolver.
Sabemos que en la 31 y la 31bis, , que conforman el complejo habitacional precario con la mayor tasa de crecimiento en los últimos años, las edificaciones no paran. Cuando no quedan territorios hacia los cuales expandirse el límite es el cielo: las edificaciones crecen hacia arriba con 5, 6 o hasta 7 pisos, en condiciones que ponen en riesgo la vida de los propios inquilinos.
La proliferación de viviendas en la Ciudad de Buenos Aires se dio en los últimos años de manera vertical, es decir, a través de la construcción de edificios. Esto produce lo que se conoce como “densificación”, un aumento de la densidad poblacional, de la cantidad de habitantes por hectáreas. La misma tendencia se ha registrado en las villas y asentamientos precarios. En 2009 la prensa hablaba de construcciones de hasta 5 pisos en las villas 31 y 31 bis. Esa densificación, en las villas, trajo consigo una mayor oferta de unidades para alquiler, lo que consolidó el mercado informal inmobiliario.
Desde luego, el crecimiento de estas estructuras es absolutamente improvisado, carece de cualquier evaluación previa sobre el terreno y la infraestructura. Pero tienen sus dueños y también sus inquilinos. ¿Cuánto cuesta el alquiler de esas piezas? Entre 1000 y 1500 pesos por mes. Una diferencia no tan grande con los costos de alquiler de un monoambiente en zonas del sur de la capital, que promedian los 2000 pesos. El espacio promedio de estas piecitas es de 20 m2, la mitad del tamaño de un departamento que cualquier hijo de vecino consideraría pequeño en el mejor de los casos. Los pisos son mayormente de cemento aislado, casi no tienen revoques en la paredes. Muchas tienen techos de losa y otras directamente de chapa. Algunos investigadores distinguen entre dos tipos de alquiler: el que hacen algunos vecinos de sus viviendas como forma de obtener un ingreso y el de los inquilinatos, que son edificaciones con entre 20 y 30 cuartos, con un propietario que cobra altas tarifas.
Las condiciones de vida son precarísimas. Aun así el Estado subvenciona el pago de los alquileres, cada vez más costosos, a los dueños ilegítimos de estas edificaciones ilegales. Permite también las conexiones clandestinas de electricidad y agua, por las cuales ni dueños ni inquilinos pagan un peso.
Un centenar de familias, imposibilitadas para afrontar los aumentos de los costos de alquiler, comenzó a asentarse durante el año pasado en el borde de la autopista Illia. Esto no hace otra cosa que sumar más riesgos. Mientras las viviendas ilegales crecen en las villas, las piezas se venden a montos que llegan hasta los 200.000 pesos y aumenta la desigualdad en Buenos Aires. Desigualdad que afecta tanto a los residentes de las villas que viven en condiciones infrahumanas como para los ciudadanos que viven en zonas lindantes donde crece la inseguridad y la frustración: ellos sí tienen que pagar luz, agua y ABL, servicios ciertamente cada vez más costosos y, como muestran los hechos recientes, más defectuosos.
Los gobiernos implementan una política de dejar hacer o directamente se hacen presente de los modos más fáciles, a través de subvenciones que mantienen el estado de situación y dejando que el problema se agrave y que los costos los paguen otros: los ciudadanos de hoy y los gobiernos de mañana. Es vital para la coexistencia pacífica y la dignidad de toda la ciudadanía que se tomen cartas en el asunto inmediatamente, con políticas serias y a largo plazo que den un marco de formalidad y pacifiquen la vida de todos los que habitamos la Ciudad de Buenos Aires.
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Villas de Capital y favelas de Brasil (parte VI)


La situación en Brasil -especialmente en Río de Janeiro- sigue siendo más problemática que en Argentina. De todas maneras, y a pesar de la distancia, se debe atender este caso, puesto que las tasas de crecimiento y expansión de las villas en Buenos Aires son ciertamente preocupantes.
Si bien la ciudad de Río posee una población muy superior a la de Buenos Aires (6.320.446 habitantes contra nuestros 2.890.151), el 5,7% de la población de nuestra metrópolis vive en asentamientos precarios, mientras que en Río de Janeiro es el 22%. En Río la cantidad total de habitantes es mucho mayor, incluso proporcionalmente a su superioridad poblacional con respecto a Buenos Aires; aquí los habitantes de asentamientos precarios se encuentran mucho más concentrados.
Basta con analizar los casos de los dos complejos habitacionales precarios más poblados de Río y Buenos Aires, laRocinha y la 21-24 respectivamente.
La Rocinha es la favela más grande, no sólo de Río de Janeiro sino de Brasil. Tiene un total de 69.161 habitantes, que representa el 4,8% de la población de asentamientos precarios de la ciudad carioca. Es la única favela que abarca la totalidad de una región administrativa de la ciudad (en otras regiones, las favelas ocupan porciones variables).
Del otro lado, la 21-24 de Barracas, que tiene 29.782 habitantes, supone 18,2% de la población de asentamientos de Buenos Aires. Estos números hablan de una mayor concentración de los habitantes de asentamientos precarios en comparación con Río.
No sólo Río de Janeiro alberga la precariedad habitacional. Son casi once millones y medio de personas las que viven en Brasil en lo que allí se denomina “aglomerados subnormales”. No es un dato menor: según el relevamiento realizado por el Instituto Brasilero de Geografía y Estadística, representa un 6% de la población total.
La mitad se reparte exclusivamente entre los estados de San Pablo y Río de Janeiro. Las principales ciudades de estos estados, San Pablo y Río de Janeiro, muestran por lejos las mayores concentraciones de favelas. La ciudad de Río de Janeiro tiene aproximadamente 1,4 millones de habitantes en asentamientos precarios. Le sigue San Pablo, con 1,3 millones. Son números parecidos, pero con un impacto muy diferente: en Río de Janeiro, esa cantidad supone un 22% de la población, casi el doble de la proporción que representa en San Pablo.
El resto de las ciudades viene muy por detrás: Salvador, por ejemplo, tiene 882 mil habitantes de favelas (33%) y Belém785 mil (el 54% de la población, por cierto alarmante). Fortaleza, Recife o Manaos presentan números altos, aunque más bajos, entre 200 y 400 mil habitantes.
En materia de inseguridad, las favelas empezaron a transformarse en territorio narco a mediados de los 80. En ese momento llegó la cocaína, y a finales de los 80 apareció el tráfico de armas. En esa época los narcotraficantes estaban mejor armados que la policía.
Con muchas dificultades, Brasil enfrenta el problema. La principal diferencia hasta acá entre la política brasileña y la argentina es la decisión firme del Estado brasilero de urbanizar.
En la Argentina, y específicamente en la Ciudad de Buenos Aires, no hay políticas públicas claras al respecto, por lo que se van manteniendo las situaciones de hecho con el Estado mirando muchas veces para otro lado. O lo que es peor, fomentado situaciones irregulares e indignas con fines meramente políticos.

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